Hoy, sin embargo, dan la bienvenida los cristales rotos del desvencijado edificio de la estación; el viejo reloj que algún día se paró al marcar las cinco en punto; los muros cochambrosos de la taquilla; y ella, Doris, que resiste como puede los envites del óxido y del paso de los años. Su rostro, ajado por el tiempo, todavía conserva el orgullo de haber servido para unir el este con el oeste en un tiempo en el que adentrarse más allá de Missouri era cruzar la línea que separaba la razón de las balas, mucho antes de que sus pulmones quedaran tiznados de hollín. A pesar de todo, en los vagones que arrastró entonces ya no queda nada de los sueños que albergaron los buscadores de oro ni de fortuna, ni los recuerdos que marcaron con metralla y bayoneta el corazón de los soldados del ejército confederado. Hoy ya no queda nada de eso, sólo el rumor del viento meciendo las hojas de los árboles, la hierba creciendo a sus anchas entre las traviesas, el viejo reloj que algún día se paró al marcar las cinco en punto…
Esa estación está en Funks Grove (Illinois). Peterbelt y yo la conocemos.
Doris
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